Aquí llegan. Todas esas tardes que, un
año más, van a hacer que su frío calenturiento ataque tus huesos
como si de una banda de Heavy Metal tocando su tema más estrepitoso
se tratara. Así llegan, sin avisar, como todo en esta vida. Ni avisa
cuando viene, ni avisa cuando va. Sin embargo, hay demasiadas cosas
que permanecen.
Él. Sentado en su escritorio
intentando concentrarse en los dos últimos versos de su nuevo
single. Decenas de folios de papel desparramados por el suelo hechos
una especie rara de bolas malformadas que incansablemente le van
invadiendo. Tintas gastadas, bolígrafos vacíos... Dos palabras,
sólo le faltan dos palabras que rimen y ya lo tiene hecho. Dos
palabras... y sabe dónde encontrarlas. Un beso, eso necesita. Y sin
pensarlo dos veces, agarra su bufanda, su abrigo y esos guantes sin
dedos que ella le regaló.
Ella. Sentada en su cama, intentando
encontrar dos acordes más, nuevos, diferentes, que remarquen lo
especial de sus canciones. Sólo la alumbra una tenue bombilla a
medio fundir y sus ojos ya están cansados. Prueba uno por aquí, uno
por allá... Timbre. No se levanta, ya abrirán. De repente, un
“Toc-toc” en su puerta. Aparece, se sienta junto a ella y la
mira. Ella no levanta la cabeza. No mueve los ojos de las cuerdas de
esa vieja Fender desgastada de tanto roce. Y no lo hace porque sabe
que no puede mirar esos ojos sin sonreír, esos labios sin besarlos,
no puede tocar esa piel sin perderse en ella... No puede resistirse a
lo irresistible de ese espécimen extraño de hombre.
“Como un idiota, como la primera vez
que la ví. Eres imbécil tío. Bésala de una puta vez. Es lo que
has venido a hacer, ¿no? Llevas meses sin verla y ahora la tienes
delante de ti, a menos de medio metro. Te ha costado la vida volverla
a llamar, te presentas de repente en su habitación ¿Y vuelves a
perder la jodida oportunidad de recuperarla? Eh tú, ¡¡DESPIERTA!!.
No va a seguir toda la vida ahí. Va a irse, algún día. Y tú serás
el imbécil de siempre, pero con una oportunidad menos. Mírala, está
preciosa. Y sus manos no se mueven. Está paralizada, no te mira. Es
por tu presencia en ese cuarto a media luz.”
“¿Qué haces? Muévete idiota. No sé
a que ha venido... pero y ¿qué más me da? Está aquí, y eso es lo
importante. Quizás se haya dado cuenta de su error al dejarme ir. O
quizás haya venido para despedirse, para siempre. No llores, tonta,
y levanta la mirada. Mira, esos ojos que tantas veces te miraron y te
hicieron suya. Mira su boca, esos labios que cada vez que te besaban
te llevaban al cielo o dios sabe dónde. Toca su piel, sus manos, ¿no
ves que te están esperando? Está temblando. Nunca había temblado
conmigo. Ésto es nuevo. Y no sé si es malo o bueno. […] Venga,
eso es. Así. Poco a poco mueve ese cuello hacia arriba. Mira. Te
está mirando. Y parece que lleva un rato así. Quizás desde que ha
entrado.”
Sesenta centímetros. Exactamente
sesenta centímetros les separan. Ahora cincuenta y nueve...
Él aparta su guitarra como si de una
muñeca de delicada porcelana se tratara. Ella se deja atacar. No
sabe qué responder, cómo actuar.
Cincuenta centímetros. Y bajando. Y
ambos corazones laten con aún más fuerza de la que puedan soportar.
Una mano sobre la otra. Primer escalofrío. Todo va cobrando sentido.
Cuarenta y sus ojos comienzan a llorar.
Treinta y sus labios a palpitar. Veinte y se detienen. Diez y poco a
poco desean morderse. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres,
dos, dos, dos, dos....
“¿A por que venía? Ah sí, a acabar
mi canción. Y ¿qué hago? Llevarme un corazón.”
Uno. Y por fin estallan en su vicio.
Y así,dos idiotas, en ese cuarto, al
trasluz de esa noche impecablemente heladora de Noviembre, sin rencores, sin remordimientos, permanecen
hasta el amanecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario