Urbe. Fría y caliente a la vez, mecida
por esos grises que la gobiernan día a día, hora tras hora. Allá
dónde hay muy pocas personas, pero demasiada gente. Manipuladora e
hiriente sólo como ella sabe ser. Tristes almas en pena caminando
cada día por esas calles asfaltadas de dolor, rabia y temor.
Organizados sin orden de paso por ese camino empedrado llamado vida.
Todos viven y nadie sueña. Y entre medias, uno por millón, alguien
da color.
Aire. Necesitado por los pulmones que
al crear vacío del que llena la vida de esos desvalidos cuerpos
manejados cuales marionetas por el destino, les da vida, olor, amor.
Es un sendero. Si, aquel que crees no
subir, y poco a poco vas creciendo. Primero andas, con energía.
Luego descargas todo en una ráfaga de incesante pedaleo por lograr
llegar hasta esa pequeña cumbre. Subes, pedaleas, no avanzas. Te
estancas. Te aterras.
Mirada al frente, sólida e
incandescente. No permites parpadear, pues todo lo que viene es
nuevo, está por llegar, viene porque se va a quedar. Saltas y
esquivas los gijarros. Te llenas de vida, por si acaso.
Sin quererlo te das cuenta en un
segundo de que ya no es todo como antes. Es más, nada se le asemeja.
Las palabras se entrecruzan en tu mente, colocándose al lado unas de
otras, al principio sin sentido. Las relees, te das cuenta de lo que
dices, y todo cobra sentido. Te das cuenta de que al fin eres la de
antes. La misma vida, los mismos gestos, la misma sonrisa al sol. Al
sol que quema esas nubes al atardecer de este Octubre. Hiriente.
Esas nubes que se plasman sobre el
cielo cual acuarela al lienzo, que van dibujando tu sendero. Poco a
poco, cero a cero. Tonos rosas, naranjas, esa contaminación que las
pinta como bandas. Y que así, sin más, desgarra otra fría tarde de
otoño pasada entre escombros.
Y así es como nos ataca cada año el
Otoño. Como una espina de aquel cardo entre un millón de rosas, de
ese ramo modelado por las más bellas manos que no saben cuidar lo
que tocan.
Porque sí, los mejores atardeceres no
sólo se ven contigo.
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