Hacía frío, era de noche y la espesa
niebla cegaba mis párpados. De repente entraste, y no sabía dónde
meterme. Me buscabas y yo miraba sin querer verte. Sin embargo, las
voces de mi alrededor me señalaban como culpable. Y así era
imposible buscar cualquier escondite que me agazapara entre la
multitud, evitando tus ojos, asesinos de mi razón.
Corriendo hacia atrás, tapando mi
rostro con mi pelo, recién alisado, suave como la seda, deseoso de
volver a ser peinado. Y tú, buscando a toda prisa mis labios entre
tantos, sólo los míos, recién pintados.
La gente sucumbía a nuestra busca,
pero yo me escondía, miedica, entre tanto barullo.
Poco a poco la muchedumbre fue
desapareciendo, desvaneciéndose en figuras que acabaron siendo
transparentes a mis ojos. Ya sólo te veía a ti. Pero no te quería
cerca. Que permanecieras ahí, inquieto y paralizado, era lo mejor
que me hubiese podido ocurrir esa noche. Pero no fue así, Tú,
arrancaste a encontrar mis ojos, a quemar mi piel. A llenar el
pañuelo de sollozos en mi amanecer.
Tú y tu tozudez, y yo y mi ignorancia,
hicieron que aquella noche valiera la pena, aunque acabásemos hartos
a cerveza. Y a la mañana dando mil vueltas a la cabeza.
Y ahora si, resurge mi nostalgia, así
de repente, llegando consigo mi alma encadenada, que encontró su
llave aquella madrugada.
Aquella noche todo fue sueño, emoción,
escalofrío y temblor.
Dormimos, crecimos y creímos. Y así,
lo vivimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario